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Yacemos en el jergón, ebrios, lánguidos, con el aliento viciado que corroe el final de innumerables noches repletas de experimentación sensorial y juegos de magia, pasión y lascivia. La luna acaricia nuestros cuerpos, aún incandescentes por el cúmulo de sensaciones, ahora relajados y casi inertes.
Nos damos tiempo para que nuestras mentes, ya habituadas a disipar todo tipo de razonamiento, se acostumbren y refresquen su memoria. Me ladeo y te observo, tan hermosa como siempre. Tus curvas redondeadas, tu piel tersa, y tu extrema palidez golpean mis pupilas con ansias de deseo, reafirmando mi sentencia de amarte eternamente. No hay mayor felicidad que encontrar un hueco para ambos en un mundo tan decrépito.
Nos conocimos por instinto y necesidad de ser salvados, justo al final de nuestro camino. Reconocimos la sangre de nuestras lágrimas y decidimos no saltar al vacío, sino a nuestros brazos.
Aún lo recuerdo, en esta misma casa deshabitada, refugio de los desposeídos y los olvidados. Yo buscaba un lugar donde perderme del mundo, donde el dolor y la desesperación se disolvieran en la bruma de mis pensamientos turbios. Y allí estabas tú, apoyada en esta vieja rocola polvorienta, como si fueras el único faro en medio de una noche oscura. Adiviné en tu mirada que estabas tan perdida como yo.
Me acerqué con timidez, no sabía qué decir. Algo en ti me atraía. Decidí romper el hielo mostrando interés por la jukebox donde te recostabas. Siempre me gustaron estos dispositivos. Era un modelo antiguo. Me arriesgué y te dije que podría intentar revivirla y que volviera a sonar. Me miraste con total parsimonia, como si yo no existiera.
Me marché y volví poco después con algunas piezas que pudieran servir y también con la duda de si seguirías ahí. Afortunadamente te encontré de nuevo y te di las gracias por esperarme. Mi actitud pareció sorprenderte y eso aumentó mi determinación de reparar la máquina.
Con el paso de los días, volvía con frecuencia al mismo sitio con nuevas ideas resolutorias. Cada vez que te veía, tu mirada perdida comenzaba a cambiar, a llenarse de curiosidad y admiración por mi persistencia. Por fin rompiste tu muro, comenzamos a hablar sobre música, compartiendo nuestros gustos y recuerdos. Descubrimos que teníamos mucho en común y que la música era nuestra vía de escape, nuestra forma de sanar las heridas del pasado.
Después de varios intentos fallidos, un destello de electricidad surgió entre los cables que la enganchaban a la farola de al lado de la casa, iluminando brevemente la habitación y activando el mecanismo. El sonido cálido de la música comenzó a llenar el espacio, envolviéndonos en una melodía que parecía susurrarnos palabras de consuelo en medio del caos. En ese momento, la jukebox dejó de ser solo una máquina para convertirse en nuestro refugio, en el ojo del huracán donde todo estaba en calma. Esta casa se convirtió en nuestro santuario, en el corazón latente de nuestro hogar. El mundo seguía girando, caótico y amenazante, en aquellas cuatro paredes, encontramos la paz y la seguridad que tanto habíamos anhelado. Juntos nos sumergimos en la música, dejando que sus notas nos llevaran a lugares lejanos y tiempos olvidados, mientras construíamos un nuevo futuro.
Tarareo aquella primera melodía que escuchamos juntos, "Heroes" de David Bowie, mientras extiendo mi mano para acariciar tu piel irresistible y magnética. Siento cómo tu cuerpo se eriza al contacto con mis dedos, quizás rememorando tantas caricias, besos y desconexiones. Las yemas se enredan entre tu pelo sedoso y oscuro con la suficiente delicadeza como para despertar tus impulsos, que aprietan tus nalgas contra la apertura de mi pantalón. Reacciono y embisto al compás de la noche, donde tus melodiosos gemidos lubrican mi consciente amor y entrega en esta fusión infinita.
Te giras y despiertas, con tus labios silenciosos y tu mirada observante, danzas tu anular entre las gotas de sudor que emano. Irrumpes en la luz de la luna que traspasa el estor de la ventana, envolviéndote en la sábana mientras alzas tu precioso rostro que posa su nariz sobre la nieve esparcida en la mesilla.
Sigo tumbado, contemplando cómo preparas el té en la vieja tetera. Observo la gran estantería llena de libros marcados con anotaciones, repletos de entradas de conciertos y páginas dobladas. Una multitud de discos; el armario rebosante de camisetas cargadas de recuerdos y firmas, con la puerta medio abierta y desencajada, el carril donde solía apoyarse resultaba inútil.
Miro al tocadiscos y sonrío, al igual que nosotros, tiene su propia personalidad caótica. Él tampoco es perfecto; siempre selecciona las canciones de forma aleatoria. Esta peculiaridad parece encajar perfectamente con la esencia de nuestra relación, donde recibimos la imprevisibilidad y la sorpresa con los brazos abiertos. Conectado directamente a la luz, reparado con los medios disponibles, está siempre en marcha, iluminando débilmente nuestra morada y alimentando la atmósfera con sus melodías y su zumbido reconfortante.
Entorno los ojos mientras "Sweet Dreams" se desliza en mis oídos y me transporta al mundo de los sueños...
Despierto con ganas de ti, aterrizo sobre el polvo blanco que merece ser consumido tras ser consumado. Me abrocho los vaqueros y me dirijo hacia la entrada, donde te descubro tomando un caldito de hierba y setas que, sin mediar palabra, me ofreces mientras cubro tus hombros con la sábana que se te estaba resbalando. "Quién fuera sábana", pienso.
Contemplamos la calle casi desierta, estamos acostumbrados a hablar poco, ya sabemos lo que pensamos. Nos miramos y comprendemos la maravillosa suerte de estar juntos. Sorbemos del mismo tazón, mientras parte de él se derrama y nos reímos.
Cerramos la puerta tras de nosotros y entramos en la vieja casa, donde el eco de nuestros besos resuena en cada rincón. El reconfortante efecto de la sopa comienza a invadir nuestros sentidos. Nos sumergimos en la atmósfera del hogar, dejándonos llevar por los pálpitos musicales de Marilyn Manson que llena el ambiente. La energía que fluye entre nosotros se hace palpable con todo lo que nos rodea. Nuestras manos y espaldas exploran las rendijas de las paredes, los muebles y las irregularidades del suelo. Nuestras miradas cómplices rescatan desfiguraciones que inducen con su tintineo a ser cazadas entre las sombras y los rincones. Bailamos inmersos en nuestra propia burbuja, dejándonos llevar por la energía que circula desde nuestros chakras. Revoloteamos entre las páginas de los libros, acariciando sus lomos y capturando su esencia. Entre sonrisas, risas y caricias, nos entregamos a la magia del momento, permitiendo que la enredadera inspirada por dríades y sílfides nos envuelva en un aura de deseo desenfrenado.
En una danza de cuerpos y almas, nos sumergimos en un océano de sensaciones, explorando cada recodo del otro con la avidez de quien descubre un nuevo mundo. Cada caricia, cada beso, se erige como un tributo a la conexión que compartimos, una sinfonía de placer que nos transporta más allá de los confines de la realidad.
La luz de la luna acaricia nuestra piel entrelazada, ilumina nuestros movimientos sincronizados como si fuéramos dos estrellas fugaces destinadas a colisionar. Cada susurro, cada gemido, se funde en la melodía que nos envuelve, una melodía de amor y deseo. En el íntimo refugio de nuestro santuario compartido, nos fundimos en el apasionado abrazo del otro. Juntos, somos invencibles; nuestro amor es indisoluble, capaz de superar cualquier adversidad que la vida nos depare. Mientras nos tengamos el uno al otro, nada más importa.
Y mientras la luna sigue su eterno ciclo en el cielo, proseguimos nuestro propio viaje, navegando por el océano infinito del latir de nuestros corazones. No existe espacio y tiempo, solamente tú y yo, hirviendo en música, sangre y sudor.